domingo, 10 de junio de 2007

Una centenaria más joven que yo


- No. No vais a volver.
- ¿Por qué, mujer?
- Porque los viejos son feos y yo no quiero ser fea.

Lo dijo rotunda. Pese a su envidiable salud, no quería dejar que el tiempo la traicionara. Tampoco, por tanto, cumplir años. Rotunda, pero sin perder la sonrisa, el buen humor. Tan jocosa, socarrona y vital que jamás pensé que la visita que le quise prometer nunca llegaría a producirse.

Nos contó cómo se había ido quedando sola, cómo el paso de los años se había ido llevando a cuantos quería. A unos a otro lado del charco. A otros, más cerquita, al camposanto municipal. Un cementerio que se adivinaba próximo a su casa.

Su vivienda, pequeña y coqueta, estaba en el barrio de la iglesia. Las paredes de madera se veían endebles, pero su intenso colorido tenía la capacidad de absorber cualquier atisbo de tensión, de tristeza, de preocupación. Tal vez por eso la añorara tanto y, pese a haberse aventurado a visitar a los suyos, tras disfrutar de la calidez que le brindó América del Sur, se decidió a reemprender el camino a su hogar.

Tenía más de ochenta años cuando se decidió a conocer a algunos de sus allegados americanos. Al otro lado del Atlántico le esperaban sus nietas, unas jovencitas de las que no dudaba en presumir. En seguida nos mostró sus fotos, con la sonrisa en los labios, pero con cierta tristeza en la mirada. La despedida, allá en América, le había sonado a último adiós. Superadas las ocho décadas, un nuevo viaje se le antojaba improbable, por no decir imposible. Creía, además, que sus familiares no retornarían a Galicia, no les daría tiempo a verla por última vez. Pero éste se convirtió en su aliado y, al cumplir 101 años, su casa se llenó de nuevo de voces amadas. Unas voces con el acento mudado, pero que jamás sintió como extrañas: las de su hijo y las de su nuera, que, con cada gesto, le demostraban una calidez inmensa. "Hasta que cumplió cien años, ella misma se hacía la comida y hoy en día (con 102 y unos meses) sigue bañándose sola, sin ayuda", comentaba con admiración su nuera, que no acababa de resignarse a ese papel de mera observadora que su anfitriona le había otorgado.

La vitalidad de la centenaria era patente incluso en su atuendo. Destacaba por su pulcritud, por la calidad de los tejidos, por el corte esmerado y por las puntadas cuidadas. No en vano, cuando aún trabajaba, se dedicó a la costura. De ahí que, cuando la entrevistamos, todavía conservara una coquetería, que, aunque tal vez fuera innata, a buen seguro fue cultivando en sus años como costurera. Quería lucir bonita y sonreía con picardía al fotógrafo. Le miraba de reojo y sabía, cómo no saberlo, que pese a su edad conservaba ese encanto que sólo logran alcanzar aquellas mujeres que saben adaptarse a sus circunstancias y hacerse hermosas con la edad.

Tenía 102 años y no quería cumplir más. Asombraba oírselo decir con esa alegría que definía a su mirada. En sus ojos no se adivinaba el tiempo vivido, ni siquiera era posible hacer un cálculo certero esquivándolos. Observándolos se intuía a una mujer aún joven, exquisita en sus modales y envidiablemente feliz. Ya no deseaba nada. Lo tenía todo. Había vivido, había luchado, había sufrido. Tenía un hijo, una nuera, unas nietas preciosas aún en la distancia del papel fotográfico, anécdotas, vivencias, amigos, sonrisas, vitalidad, ironía. Había aprendido a no desear, a gozar simplemente aquello que le venía dado. Sin más pretensiones.

Mirándola a los ojos descubrí, con cierta inquietud, a una mujer más joven que yo; a una mujer extremadamente acogedora y afable. Tal vez por eso apenas tenía marcas de la edad, sólo las que regala la experiencia. De hecho, de no ser por la sabiduría que expresaba en cada gesto, creería estar hablando con una quinceañera deseosa de jugar a ser mayor y encantada de atraer todas las miradas.

Cuando llegamos, en su casa aún humeaba el café recién hecho y pronto comenzó la algarabía. Entraban unos y otros, la saludaban, la besaban, reían. Sólo nosotros, los extraños, llamamos a su puerta. Los demás estaban acostumbrados a encontrarla siempre abierta.

En seguida nos sentimos como en casa. A mí me hablaba como a una antigua amiga. No quería contar demasiado, para no hacerse pesada, que "los viejos tendemos a repetirnos". Su vida pasada parecía no importarle.

No quería hablar de la guerra, de las penurias tras el combate fraticida, de los avatares que le deparó la vida. Sólo de la felicidad de tener de nuevo a su hijo en casa y también a su nuera. Le faltaban sus nietas, pero enseñando orgullosa su foto ("¡Qué guapas que están!") se sentía más cerca de ellas.

Me dolió salir de aquella casa, en la que, pese a esperarlo, no encontré ninguna anciana de ésas de los cuentos que siempre añoré en mi niñez.

Salir fue como dejar de un golpe la armonía.

Retomamos de nuevo el camino empedrado que nos conducía al coche, a la carretera, a la realidad de una redacción en la que las prisas de vivir nos impedían disfrutar de cada encuentro, de cada paso, también de cada instante de soledad.

El aire era frío, tal vez debido al contraste. La calidez se quedó tras la puerta de aquella anciana, más joven que yo, de aquella mujer acogedora que todos querían para sí, tal vez sabedores de que cualquier día podía ser el último y de que, por tanto, sólo les restaba ser felices con ella a cada paso.


1 comentario:

Markesa Merteuil dijo...

Es una de las cosas que me da miedo, cumplir años y perder la ilusión. O envejecer y ser un estorbo... O levantarme un día y encontrar la casa vacía... o peor aún sentirme vacía.

Vaya con el relato, me has hecho pensar y no son horas...

Escrito por Chica simple 12/06/2007 15:24

Precisamente por eso me impactó tanto. He hecho tal vez una veintena de entrevistas a centenarios y centenarias (muchas de ellas impactantes, no sólo por lo que contaban sino por lo que, en algún caso, recordaban tan vívido). Me impactó porque sonreía con la mirada, por su casa llena de gentes, por su amabilidad, por su ironía, por su frescura...

Creo que el verdadero aprendizaje debería conducirnos a un estado similar al de aquella anciana, que no temía a la muerte, sólo a no disfrutar de la vida. Por cierto, bienvenida.

Escrito por MarkesaMerteuil 12/06/2007 16:28

Supongo que debe de llegar un momento, la recta final, en que uno no quiere atesorar más de lo que tiene, simplemente disfrutar de lo que se ha conseguido, algo así como el premio por haber llegado... Casi prefiero pasarme mucho tiempo en el camino, tiene su aquel... La muerte es algo que siempre me ha dado pánico, pero no se digas a nadie.

Gracias.

Escrito por Chica simple 12/06/2007 17:44

A mí la muerte no me da miedo. Sólo el dolor... Bueno, también no haber sabido aprovechar el tiempo.

Escrito por MarkesaMerteuil 12/06/2007 17:53

Es curioso, la ironía de la vida. Que de mayores lleguemos a recuperar la sabiduría de vivir como niños. Disfrutar de cada momento como si fuese el mejor y no preocuparnos por el futuro. "Había aprendido a no desear, a gozar simplemente aquello que le venía dado. Sin más pretensiones"; lo relatado es una verdad que se nos olvida muchas veces.

Escrito por Manuel 24/06/2007 02:20

Es el hedonismo que yo tanto persigo, Manuel.

Escrito por MarkesaMerteuil 24/06/2007 11:57

si, te entiendo perfectamente. Me gusta.

Escrito por Manuel 24/06/2007 12:17