viernes, 2 de noviembre de 2007

Gato

Estoy casi segura de que nadie acudió a limpiar su tumba, pero hoy, no sé por qué, no pude por más que recordarle. Bueno, sí lo sé. Hoy me encontré con un vagabundo. Un mendigo de los que ya en mi niñez caracterizaban el paisaje de las calles del casco histórico de mi ciudad: con su brick de vino tinto y su manta como únicos compañeros inseparables. Lo vi más viejo si cabe, con su vientre abultado posiblemente como consecuencia de una enfermedad hepática, y... no pude por más que recordar a Gato. No pude por más que recordar los "Buenos días, preciosa" con los que me obsequiaba cada mañana. Jamás me pidió una limosna, pero jamás me negó una sonrisa. Ni siquiera en aquellos días en los que fuera de sí irrumpía en el Ayuntamiento para culpar a los gobernantes de entonces del fascismo que, a su juicio, definía a las decisiones adoptadas desde aquellas vetustas paredes.


Ni siquiera cuando estaba enojado era posible confundirse con él. Demostraba siempre una exquisita educación y formación. Sus insultos no eran simples, sino que los basaba en datos históricos y en lo esperable de ciertas corrientes políticas. No en vano aquéllos hacia los que se dirigía su ira lo miraban con cierta pena pues consideraban que había perdido su rumbo, en no se sabía muy bien qué punto. El rumor que divulgaban era que había sido un hombre inteligente en extremo, un hombre que defendió una cátedra (al parecer de Matemáticas, aunque mi memoria tiende a ser frágil en muchas ocasiones) y que en un momento concreto, por cuestiones creo que familiares, decidió dejarlo todo y asumir que su sitio era la calle.

Malvivía, pero no perdía la sonrisa hacia quienes creía que la merecían. Yo tuve la suerte de ser una de esas personas a las que agasajaba con un correctísimo saludo matutino, tal vez porque yo le miraba como quien en su día fue y no como alguien que se había dejado vencer por la vida. Le miraba como a alguien que había tomado una decisión y que en sus elecciones era libre.


Cuando hace casi un año me comentaron que había muerto, no lo podía creer. De hecho, creo que aún no lo asumo, que espero verle sentado en aquel portal, como cada verano. Le recuerdo alto, espigado, sin una queja, sin un lamento. Nunca hubiera imaginado que estaba enfermo. Cuando me lo dijeron sentí cierto dolor. No le conocía. No me conocía. Sólo nos veíamos y nos saludábamos. Pero siempre tuvo una palabra amable hacia mí, más amable incluso que las que me decían quienes presuntamente sí me debían estimar o amar.


Hoy lo imagino de nuevo galopando, sobre un caballo "prestado", negándose a bajar de su lomo ante la insistencia de la autoridad. Hoy lo imagino de nuevo libre, como siempre quiso ser. Hoy sé que no habrá flores sobre su tumba, que tal vez nadie le añore, que tal vez nadie le recuerde, que tal vez nadie le considere como parte del paisaje de un casco histórico y de su singularidad. Pero hoy yo quise recordarle, recordar sus palabras, su amabilidad, recordarle incluso tal vez con cierta benevolencia, falseando realidades para hacerlas más amables...

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