Cada 1 de noviembre el camposanto se convierte en un lugar de encuentro de vivos. La necrópolis se llena de flores, que cubren incluso lápidas bajo las que no hay depositado ningún resto.
Cada 1 de noviembre miles de personas se sienten obligadas a repetir un ritual de oración; un ritual que no devuelve sonrisas, que no devuelve olores, que no devuelve el calor de unas manos estrechando las tuyas, que no devuelve un pecho en el que ahogar penas.
Cada 1 de noviembre los saludos se vuelven fríos, cómplices, pero fríos. Ya no es tiempo de llantos, por muy reciente que sea el duelo, pero tampoco es tiempo de sonrisas. Todo está medido, todo, menos la calidad de las flores que, muchas veces ya marchitas, nos acompañan en el viaje ritual que socialmente nos hemos marcado.
Hoy, 1 de noviembre, no he ido al cementerio. Pero, desde allí, me han llegado decenas de saludos intrigados por mi ausencia. No obstante, no creo en la posibilidad de postergar los adioses. Cuando se pronuncia el adiós, éste debe ser definitivo, pero, cuando pervive el recuerdo, de nada sirve ir al camposanto y de nada sirven tampoco los lamentos. Cuando has amado, te descubres de pronto sonriéndole a una fotografía, a una prenda que fue suya. Sonriendo como si te estuviese viendo, como si aún pudieras coger el teléfono para escuchar su voz. Sonríes y lamentas no haber compartido más minutos, más caricias. Y odias esa compostura autoimpuesta, pero que sigues manteniendo con quienes aún te rodean, aunque sabes que, llegado el momento, lamentarás esa mesura en los afectos.
Y viendo la decrepitud que llega te das cuenta de que pronto deberás acudir de nuevo a una necrópolis, que pronto (siempre es pronto para alejarse de alguien a quien se ama) volverás a repetir el ritual de la despedida, pues el tiempo pasa de un modo inexorable y los diagnósticos que te exponen, sumados a la edad, no son alentadores. Pero te niegas a aceptar realidades, a postergar las despedidas y a buscar sus sonrisas, para no tener que recordarlas ajadas. Quieres recordar la lucidez, las carcajadas, esa infancia confiada en la protección que te brindaban sus abrazos...
La muerte no llega cuando el corazón deja de latir, sino cuando comienza a morir el cerebro, cuando no hilas pensamientos lúcidos, cuando los perfiles de las caras amadas se desdibujan al punto de ser irreconocibles, cuando no distingues a quien amas, cuando no recuerdas haber amado, cuando no sabes qué es amar; y, finalmente, llega la pérdida absoluta de entidad cuando tu recuerdo se extingue, cuando ya no significas nada para otros, por muchas flores que depositen ante tu tumba.
Hoy, 1 de noviembre, no he ido al cementerio. No he cultivado la memoria de las flores. Prefiero, de vez en cuando, abrir de nuevo el álbum de los recuerdos y verles, como antaño, sonriendo a una vieja cámara mientras confiaban en que aquel momento de abrazos y complicidades se prolongaría indefinidamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario