Su mirada, mi hallazgo

Hay veces en las que me sorprenden ciertas necesidades que, imperiosas, me arrastran. Así, me descubro refugiándome en los brazos de un casi desconocido, más cercano en ese instante que cualquiera de cuantos me arropan a diario con su aliento.

Es entonces cuando me abandono a su pecho, cargado de complicidades, para aderezar su calor con una sonrisa, infinita al notar sus labios besando levemente mi cabello. Y la ternura adquiere un nuevo cariz; parece eterna, aunque se agota al morir la magia del instante, tan efímero como sublime.

Le miro a los ojos y le reconozco. Su pelo, su rostro, su... todo es diferente, pero es él. Es él de nuevo. No hacen falta palabras. Sólo su mirada hogareña, en la que me solazo; su olor que presagia mil y una noches colmadas de placeres en los que la dulzura dota a su cuerpo de un sabor inconfundible. Es él. De nuevo se me entrega.

Pero esta vez procuraré aferrarme a su mano. No quiero perderme, distraída por fuegos fatuos, en el camino de regreso a todo cuanto me brinda. Y disfrutaré del frío que me hace sentir viva, y sudaré henchida de sol, y me empaparé en nuestras tormentas, y me convertiré en brisa para acariciar su pelo. Y tropezaré, sí. Pero los besos de hoy tienen una extraña cualidad: todo lo curan. Y los de mañana... los de mañana todavía están por llegar. Es pronto, pues, para temer heridas.